Sombrias horas en que aguardo el amanecer,
inmóvil frente al océano, donde nace el vacío,
esperando rodeado de silencio negro, el sol.
Inesperadamente se me han prohibido los rayos de luz,
que sigo esperando conmigo.
Racimos de uvas aplastadas en las piedras puntudas,
chorrean sangre y vino por sus resecos torsos,
cuando han muerto más poetas silenciosos,
mientras el mundo se afea y se acaba.
En torno a literatura quemada,
mis manos se calientan del olvido mudo,
junto a la cálida llama en mi rostro,
resplandece el aroma del frío metal que me apaña.
Soy el niño adolescente aguardando la calma,
deseando ser un ser humano,
odiandome por ser humano sin serlo.
Entre los laberintos, plantados han quedado las rosas,
que se secan, se marchitan y se esconden en un saco de té,
que destila mis adentros, que me corta con espinas.
A travéz de los ojos he observado la nada,
el bosquejo perpetuo de las hadas castradas,
que han perdido toda su magia en las noches de verano.
Y aún aguardo el amanecer que nunca parecera llegar,
inmóvil frente al océano, donde retumban mis vacíos,
guardando en el interior de los caracoles de mar,
mi suspiro de tristeza, mis quejidos de fealdad...
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